jueves, 10 de mayo de 2018

Desde que te fuiste...


Cuantos más años pasan menos claro tengo si Aeryn llegó a existir alguna vez.
Los recuerdos se han ido mezclando con la vida que me he ido imaginando que tendríamos si no se hubiera marchado. Y a veces, cuando dejo que el whisky llene el vacío de su ausencia, los límites de lo que vivimos aquel invierno en Venecia, se mezclan con la visita a París que comencé a preparar un día antes de su partida.
En ocasiones he llegado a agradecer su temprana desaparición. Soy un completo estúpido, y si me hubiera ofrecido toda la vida para decepcionarla quizá todos estos bellos recuerdos en los que vivo habrían llegado a ser corrompidos.  Y me gusta vivir en ellos tal y como los he ido esculpiendo con el paso del tiempo.
Me gusta invocar la imagen tierna de Aeryn recitándome a Bécquer, con la cabeza recostada en mi regazo mientras mi espalda reposaba en el tronco de aquél árbol. Su voz ha ido desdibujándose y cada vez necesito concentrarme más para emular su timbre aterciopelado, pero he aprendido a disfrutar su forma de mover los labios y el brillo de sus ojos cuando algo le tocaba el alma.
Cuando las noches son especialmente duras viene a mi cabeza Aeryn bajándose lentamente las medias mientras yo sigo los movimientos descendientes de sus manos con la mirada. Su risa fresca es paradójicamente el agua del que bebo y la llama que enciende todos mis deseos. Y entonces sueño que le hago el amor una vez más, a veces con la ternura de un rencuentro, otras con la rabia de no tenerla entre mis brazos. En ambos casos acabo llorando hasta quedarme dormido abrazando a su fantasma.


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