Cuantos más años pasan menos claro tengo si Aeryn llegó a
existir alguna vez.
Los recuerdos se han ido mezclando con la vida que me he ido
imaginando que tendríamos si no se hubiera marchado. Y a veces, cuando dejo que el
whisky llene el vacío de su ausencia, los límites de lo que vivimos aquel
invierno en Venecia, se mezclan con la visita a París que comencé a preparar un
día antes de su partida.
En ocasiones he llegado a agradecer su temprana
desaparición. Soy un completo estúpido, y si me hubiera ofrecido toda la vida
para decepcionarla quizá todos estos bellos recuerdos en los que vivo habrían
llegado a ser corrompidos. Y me gusta
vivir en ellos tal y como los he ido esculpiendo con el paso del tiempo.
Me gusta invocar la imagen tierna de Aeryn recitándome a
Bécquer, con la cabeza recostada en mi regazo mientras mi espalda reposaba en el
tronco de aquél árbol. Su voz ha ido desdibujándose y cada vez necesito
concentrarme más para emular su timbre aterciopelado, pero he aprendido a
disfrutar su forma de mover los labios y el brillo de sus ojos cuando algo le
tocaba el alma.
Cuando las noches son especialmente duras viene a mi cabeza
Aeryn bajándose lentamente las medias mientras yo sigo los movimientos
descendientes de sus manos con la mirada. Su risa fresca es paradójicamente el
agua del que bebo y la llama que enciende todos mis deseos. Y entonces sueño
que le hago el amor una vez más, a veces con la ternura de un rencuentro, otras
con la rabia de no tenerla entre mis brazos. En ambos casos acabo llorando
hasta quedarme dormido abrazando a su fantasma.
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