viernes, 15 de abril de 2016

Cuando cesaron los gritos

Una vez te conté todo lo que estaría dispuesta a dar por vivir en una cabaña en un árbol. Preferiblemente en un bosque, o en el jardín de una casita a las fueras. Tú reíste llamándome niña. Afirmabas que sería mucho más cómodo un dúplex en pleno centro. En el último piso de algún rascacielos. Ese día nos pasamos horas discutiendo. La luna entró en escena y tú y yo ni nos percatamos. Nos pasaba eso a menudo, estábamos tan ocupados discutiendo improbables que nunca nos dábamos cuenta de que el mundo seguía girando. Nos enfrentábamos, a gritos si hacía falta, por cuál debía ser el nombre de nuestro primer pingüino.
Creo que es lo que más echo de menos. Las llamadas de skype en las que me quedaba dormida intentando convencerte de los principios morales del malo de la última película que hubiéramos visto.  O quizá el hecho de que nadie lo entendiera.  Muchos me dijeron que lo habían visto venir al principio, que nos pasábamos el día discutiendo, pero que en los últimos meses parecíamos estar haber encontrado el equilibrio al fin. Pobres, no me he atrevido aún a explicarles que el problema empezó cuando dejamos de gritarnos. Creo que jamás lo entenderían porque ellos jamás han estado en nuestra bohardilla a las afueras, aquel hermoso punto medio.
Si cierro los ojos aún siento la venda sobre ellos  y tus manos en mi espalda guiándome hasta el coche. 84 cantaba fantasía cuando detuviste el vehículo, te bajaste, me ayudaste salir y me quitaste la venda. Frente a mí había una rústica cabaña de madera de dos pisos. Con un vistazo a mí alrededor supe que estábamos a las afueras. Lejos de los edificios y el mundanal ruido de Madrid.
-Aquí tienes tú cabaña, pequeña- Susurraste.
Lo primero que pensé fue que mentías. Aquella cabaña no estaba en un árbol, además aquello era un dúplex. Pero no estaba en el centro, ni era el último piso de un rascacielos, además la ventana redonda justo bajo el tejado delataba una habitación abuhardillada. Así que callé y te besé.
Construimos un fuerte de almohadas en la bohardilla e hicimos el amor, gritándonos como siempre hasta que salió la luna y nos asomamos desnudos a contemplar las estrellas. A día de hoy tu aliento en mi oreja mientras me susurrabas constelaciones que yo sabía que eran inventadas y que te rebatía con mis propias fantasías sigue siendo mi definición de felicidad.
Ponías el alma y el corazón en todo, y yo me sentía orgullosa cuando la gente decía que compartíamos ese rasgo, porque debo confesarte que era mi favorito en ti.
Tú padre decía que aquello era una característica de líder, que debías estudiar derecho, como él; que tenías madera y eso te daría un buen futuro. La primera vez que te lo dijo te reíste. Yo siempre hablaba de todas las aventuras que tendríamos por el mundo cuando acabáramos el instituto y tú no podías imaginar un futuro distinto que quedarte en la arena a describir las olas en tu libretita negra mientras yo las surfeaba.
Acabamos el instituto, a mi admitieron en la escuela de artes y tú hiciste caso a tu padre y te matriculaste en derecho. En un principio decías que era algo temporal, seguías alimentando mis aventuras, pero empezaste a posponerlas. Acabarías la carrera y trabajarías unos años en el bufete, ahorrarías y entonces ya viajaríamos por el mundo.  
El verano antes del desastre fue precioso. A veces me asalta la duda razonable de si no fue un sueño. Nos escapábamos a la cabaña a la más mínima oportunidad. Huíamos de la realidad como si en el fondo supiéramos que quedaba poco para que esta nos aplastara. 
Después llegó el otoño y nunca encontrabas tiempo para ir a ver caer las hojas. Dejaste de discutirme si debíamos comer castañas o boniatos, porque estabas demasiado ocupado.  Dejaste que eligiera yo los disfraces para Halloween de ese año. No hubo más discusiones por improbables, y poco a poco dejamos hasta de gritarnos en la cama.
Te volviste lógico, práctico y gris.
Un día te dije que necesitábamos volver a la cabaña y tú prometiste que tenías una sorpresa mejor. Me recorrió un escalofrío cuando vi por la ventana que te parabas delante de aquel edificio. Subimos en silencio en el ascensor, hasta el último piso. Entramos y sonreíste. En tus ojos brillaba una ilusión fría que no era más que una pálida sombra de lo que te iluminaba la primera noche en la cabaña.
-Me voy a mudar aquí, será nuestro refugio.
Yo negué tristemente y me fui.  

Te pasaste un mes llamándome preguntándome el por qué y me reprochaste inmadurez cuando traté de explicarte que desde el centro de Madrid no se veían bien las estrellas. 

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