jueves, 21 de octubre de 2021

El jersey

 No esperaba volver a ver aquel jersey, y menos que volviera a mi a través de ella, pero por más que intentara negarlo, yo sabía que aquella prenda extraña que acababa de sacar del cesto de la ropa para meter en la lavadora era mi jersey.

Mi hija había echado a lavar un jersey que yo llevaba sin ver al menos veinte años.

Cerrando los ojos casi podía ver a mi primera novia con aquel jersey que mi tía me había regalado, y que a mi no me había gustado hasta que se lo había visto puesto a ella por primera vez.

Habíamos ido a la playa con unos amigos que nos duraron poco. Era verano, pero uno de estos veranos del norte en los que el frío se te mete hasta los huesos cuando sales de sumergirte en el mar y te quedas protagonizando un anuncio de cerveza. Se había cortado el pelo hace poco y las gotas se precipitaban desde su nuca hacia su espalda al aire, erizándole el vello. Le presté aquel jersey y estuvo sentada en mi regazo, cubierta tan solo con él y con la parte de debajo de su bikini rojo.

Recuerdo meter las manos bajo aquel jersey y sentir la suave piel de sus senos, su vientre tensándose a mi tacto. Su voz se ha ido desdibujando en mi cabeza y en la actualidad sólo soy capaz de recordarla desafinándome a Sabina al oído, o conteniendo gemidos cuando rozaba su cuerpo en público.

Me da rabia pensarlo a día de hoy, pero se la veía tan bonita, sigue siéndolo en todos aquellos recuerdos.

Se lo llevó a su casa, durmió con él. En algún momento me dijo que aquello era como dormir conmigo, como sentir mi abrazo constantemente sobre ella. No podía pedirle que me lo devolviera. Quería que lo tuviera ella porque quería estar abrazándola todo el tiempo. Sobretodo sabiendo que el mundo urdía su complot para separarnos desde antes de que hubiéramos llegado a conocernos del todo.

Busqué la etiqueta y no estaba por ninguna parte.  Unos hilos raídos en las costuras del cuello no hacían más que confirmar que tenía que ser aquel jersey al que ella me había pedido permiso para arrancar la etiqueta con los dientes porque le irritaba la nuca.

Intenté contenerme y no olerlo temiendo profundamente a mi personal magdalena de Proust, pero fue superior a mí, la memoria muscular me llevó a todas aquellas tardes cuando me lo devolvía para que lo impregnara de mi olor y hundía mi nariz para esnifar el suyo.

El aroma de la colonia que le había regalado a mi hija por su dieciséis cumpleaños me devolvió de un guantazo a la realidad.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Cuarentena


Está tumbada en mi cama. Prácticamente lleva ahí metida desde el incidente. De eso hace ya cinco días. Ahora duerme mientras yo intento jugar al ordenador. O finge que duerme. Se pasa muchas horas así, metida en mi cama, arropada con mis sábanas, con los ojos cerrados y la respiración lenta. Pero no creo que esté durmiendo todo el rato. No es posible, y menos siendo ella. Aunque ha apagado el móvil desde que llegó debe de estar echando de menos al resto. Antes de venir se sentía muy sola, temo que quizás se siga sintiendo un poco así. Mi gata a menudo se le enrosca contra el pecho. En esta habitación hace algo de frío y ella desprende mucho calor. No tiene fiebre, lo compruebo cuando realmente está dormida. Creo que duerme tanto por el día porque de noche llora. Hace dos noches me pareció oírla. Me desperté y no la sentí a mi espalda. Estaba sentada en la silla del ordenador, creo que lloraba. Normalmente me habría levantado a abrazarla, pero creo que necesita llevar esto a su manera. Le han vuelto las pesadillas. Por cómo se retuerce entre las sábanas intuyo que son peores que las de los exámenes. De vez en cuando me meto en la cama a estar con el móvil si veo que está muy agitada. Entonces se abraza a mi espalda con mucha fuerza, deja de moverse y respira tranquila. No sé hasta dónde le sirve, pero creo que en esos ratos descansa.
 No está así todo el rato.
 A veces habla conmigo.
 No mucho.
Creo que teme molestarme.
Tal vez no reaccioné bien cuando apareció. Sé que sabe que la quiero. Que los gritos fueron fruto de los nervios y del peligro al que se había expuesto. Reconozco que me asusté. Le recuerdo a diario que no me molesta, que disfruto de tenerla aquí. Pero sé que su cabeza es un mal lugar. Cuando lo pienso me apetece llorar a mí. Pero no lo hago. Me limito a abrazarla fuerte y acariciarle el pelo. A veces se levanta y camina por el pasillo. El otro día después de ducharse se subió a mi regazo y se quedó dormida sobre mi hombro. Me dijo que la ignorara y siguiera al ordenador, pero no pude contenerme a acunarla. Sus palabras me retumban en la cabeza cuando está callada.
“Será como si no estuviera aquí” había dicho.
 Y se está esforzando mucho por ello. Apenas me habla  un poco más que cuando estaba encerrada en su casa. Vino con el coche cargado hasta los topes de comida, ropa y libros. Cuando está despierta lee. He conseguido que me lea un poco en voz alta. No está convencida. Si le pido esas cosas me dice que está bien. Cree que lo hago solo por ella. Repite a menudo que está bien. Que lo único que necesitaba era estar conmigo. Que por eso ha cometido esta locura. Y que lo siente. También repite mucho que lo siente. Le he pedido que deje de decirlo y ahora lo dice menos. Se le escapa porque no ha dejado de pensarlo.
 No sé bien qué hacer.
 Anoche hicimos el amor y parecía que realmente iba todo bien. Por un momento el mundo no se estaba acabando y todo era normal. Me besa poco. Juraría que menos de lo que le apetece. A veces cuando cree que estoy muy concentrado y no voy a darme cuenta se me queda mirando. Tampoco sé cómo convencerla de que puede besarme, de que la mitad de lo que hago es por distraerme, que no es importante, que no interrumpe. Qué diablos, que me encanta que me interrumpa. Insiste en que yo si siga hablando con el resto, que le hace feliz verme bien y sentirme cargado de energía. Sé que lo dice en serio a pesar de su estado.
 No sé cuánto seguiremos aquí. Ella tampoco. Por eso está aquí. Tiene miedo. No quiere que se le note. Eso no ha cambiado. Nunca me miente. Salvo en lo de estar bien. Pero siempre ha intentado disimular el miedo. A ratos se deja cuidar. Yo también tengo miedo. Tampoco se lo he dicho. Quizás esta semana se lo diga. Temo que eso la asuste más. Pero es ella. No quiero ocultárselo. Puede que incluso deje de sentirse estúpida. Al menos un poco. Desde el pasillo a veces la oigo teclear muy rápido y muy fuerte. Normalmente cuando me voy a la ducha. Creo que intentaré que se duche conmigo. Sé que no le gusta compartir ducha pero puede que así nos quitemos un poco de encima el miedo los dos. En el fondo sigo convencido de que todo saldrá bien. Y pienso que ella también lo está. Por eso ha venido.
Porque por encima de toda la incertidumbre nosotros seguimos siendo una certeza.
Sonrío al pensarlo.

domingo, 20 de octubre de 2019

Los domingos contigo cuando no estas


Paseo por la casa con los pies congelados y la sonrisa tonta que me cosiste a la boca en nuestro último beso. No había pensado conscientemente en ti desde que me levante y te busqué un segundo entre las sábanas. Sin embargo llevo semanas sintiendo tu espíritu por la casa. Creo que el gato te echa de menos, no me lo ha dicho, pero lleva tres días durmiendo en el que quiero  que se convierta definitivamente en tu lado de la cama. Pienso en lo mucho que te odio mientras salto a la siguiente canción y busco unos calcetines. No recuerdo la última vez que me sentí tan estúpida. Comienzan a sonar los acordes de esa canción y sacudo la cabeza. La idea de que tenemos que ir a bailar juntos me asalta una vez más. Canturreo respetando tu parte y nos imagino llegando agotados de bailar y beber toda la noche, comiéndonos a besos entre bostezos y arrastrándonos hasta la cama para hacérnoslo rápido, violento, agotando nuestras últimas fuerzas. O bailando por casa, a medio vestir, medio dormidos, medio cachondos, dejando que fuera se acabe el sábado mientras nosotros nos comportamos como si no existiera más mundo que mi habitación. Suspiro y miro el móvil aun a sabiendas de que no habrá mensajes tuyos. Los días como hoy son los que más raros se me hacen, cuando me encuentro totalmente feliz a pesar de que ni nos vemos, ni hablamos. No soy capaz de rememorar esta sensación antes de que me sucedieras, creo que es otra de esas cosas que tú has inventado. No pienso en que estarás haciendo ahora mismo, más bien en la de cosas que tendrás para contarme a la vuelta. Bailo lento la siguiente canción con Kaiki en brazos. Ronronea fuerte cuando le acaricio entre las orejas. Diría que es más feliz desde que vienes de vez en cuando a traerle chuches, pero creo, que lo que ocurre es que le divierte verme flotar. Oigo la lluvia contra los cristales y no puedo evitar repasar mentalmente la lista de pelis que vamos a devorar ahora que llega el invierno. Me envuelvo en la manta y casi puedo oler las palomitas. Pero no hay prisa. Porque será por días como este, y será por inviernos como el que viene. Sólo son ganas. Todas las del mundo. Es extraño. Lo cierto es que podrías pasarte otra semana más allí o pasártela encerrado conmigo en el cuarto. Lo segundo me haría significativamente más feliz durante el proceso pero siento que lo primero sería solo una corta espera. Le pregunto al gato y no obtengo respuesta por su parte. Quizás se está hartando de lo llena de cosas que tengo la cabeza desde que pienso simultáneamente en mi, en ti y en nosotros. Miro el reloj antes de encender la tele. Las siete y media. Igual es buena hora para llamar a Laura. Paseo por la casa escuchándola hablar del congreso en el que anda, le hablo de nuestro último finde juntos y disfruto de sus burlas. Me cuelga para reunirse con su cita y yo sonrío deseando que esta sea la buena. Me han dado las nueve. Debería escribir algo de la tesis antes de cenar pero sólo quiero tragarme una comedia romántica. Últimamente me siento especialmente empática hacia las protagonistas. En la puerta del salón un maullido me recuerda que es hora de ponerme con la cena. Preparo unos San Jacobos para mí y vierto una lata en su bol. Reveo por quinta vez la versión con zombis de mi clásico favorito. Me mandas una foto de tu cena mientras me pongo el pijama. Podría acostumbrarme también, me digo mientras me meto en la cama. Quiero hacerlo. Estoy deseando que todas las versiones de los domingos que estamos diseñando se conviertan en mis definiciones de domingo. Todas. Desde en las que me duermo con la cabeza en tu regazo mientras maratoneamos una serie hasta esas súper fancy de las que bromeábamos antes de querernos. Todas. Incluida ésta en la que me meto sola en cama con Kaiki y un libro mientras tú cenas en un coreano con tus amigos a muchos kilómetros.

viernes, 10 de mayo de 2019

Epílogo alternativo.


Han pasado suficientes años para no saber hasta dónde llega la casualidad de que estés aquí esta noche. Por eso no puedo poner la mano al fuego afirmando que recuerdes que este era nuestro bar.
Creo que aún no me has visto pero yo no he podido dejar de mirarte por encima del cuello de la jirafa de cristal con la que revuelvo mi gintonic. Pareces uno de esos sueños que aún tengo a veces, cuando duermo solo. Con ese vestido negro que se cruza en tu pecho y se abraza a tu cintura. En la oscuridad no puedo mirar a los ojos al tigre, pero sé que él me está mirando.
Termino mi copa sin apartar la vista de tus movimientos, y una sonrisa acude a mis labios cuando una idea cruza mi mente. Me inclino sobre la barra levemente y le cuento al camarero. Él me mira con una ceja alzada pero asiente.
La canción termina. Yo me acerco a una distancia prudencial para contemplar la caída de tu falda de vuelo que se mece con tus caderas perfectamente sincronizadas con la música. Comienza a sonar esa canción y cierras los ojos. Mueves la cabeza levemente hacia atrás, donde solía estar mi hombro, mientras sigo acercándome, despacio. Mis ojos se quedan fijos en tu trasero. No sabes que te estoy mirando y, aun así, me estas hipnotizando. Todavía lejos de rozarte acompaso mis pies a los tuyos. El ruido reina impidiéndome oír tu voz, pero sin verte la cara veo moverse tus labios recitando los versos de la canción. Para el estribillo ya estoy detrás de ti. Te tengo delante, con el aroma de tu pelo en mi nariz y tu cuerpo casi rozándome en cada uno de tus movimientos.
 Jaque.
Me sincronizo contigo y un segundo antes de que te percates de mi presencia elevo un poco la voz para cantar contigo esa frase por encima del ruido. La sincronía hace que siguiendo al compás de tu pulso mi corazón también se salte un latido en la eterna milésima en la que decides no girarte.  Recorres de espaldas el paso que nos separa y el imán de nuestras caderas se encarga del resto. Sé, por la cara de tus amigas, que tienes los ojos cerrados pero una media sonrisa en los labios. Mi mano cruza por tu vientre en dirección a tu cadera, tanteo la curva y busco la tuya. Con un giro suave que hace flotar tu falda alrededor te tengo de frente. No me dices nada. Sólo cantas y me miras, clavas tus ojos en los míos haciendo saltar una chispa. Un destello de magia, sin trucos. Esa en la que siempre fui yo el aprendiz.  Pestañeo sin poder ni querer apartar la vista de tus pupilas, y el resto del bar ha desaparecido. Nos hemos raptado y ahora bailamos en una zona con sitio suficiente para desatarnos. Quizá la gente que no somos capaces de ver nos este mirando. Seguro que el camarero cree que le he mentido.
Da igual.
Sentimos acabar de inventar la máquina del tiempo. Pero la canción está empezando a desvanecerse y aflojo los brazos a tu alrededor con el miedo a que tú también lo hagas. Una duda asoma tu mirada mientras las notas del inicio de un nuevo tema devoran a las finales del anterior. Pero la suerte esta de mi parte, o de la nuestra. Me percato de lo que está sonando y buscas con la mirada a las que un día quisieron cantar esto en nuestra boda. Ellas han sido la suerte. Giras sobre tus punteras recorriendo mi brazo con tu cintura. Ya nadie nos mira. Bailamos lento, recuperando la calma aparente mientras nuestros corazones siguen galopando. Nos confundimos con cualquier pareja del bar que haya entrado de la mano y vaya a volver a una cama compartida. Se me agolpan las palabras en la boca enredándose con mi miedo y mis ganas de besarte. Como siempre eres más rápida, más valiente. Te pones de puntillas y me besas.
Mate.

domingo, 10 de marzo de 2019

Reencuentro


Despeinada y enfundada en una camisa tres tallas más grande, te miro somnolienta abrazando con mis manos la taza de colacao. Al intentar frotarme el sueño de los ojos quedan al descubierto mis muñecas y noto tus ojos posarse sobre las marcas casi extintas. Me miras de arriba abajo en un poco sutil escrutinio. Disimulo la sonrisa.
-Te he echado de menos- me dices intentando recomponerte mientras tu cerebro se atraganta entre preguntas y teorías. Yo te sonrío tiernamente ignorando el hecho de que ya hemos tenido esta conversación. Pero me conoces lo suficiente para notar cómo me muerdo la punta de la lengua. –Sí, lo sé, pero fui yo quien se fue.
-No iba a decir eso.- digo en casi en un susurro.
-Pero piensas muy alto.- apuntas con una media sonrisa.
Por un instante es 2012 y tenemos 19, somos los de siempre.
-Yo también te he echado de menos.- me atrevo a decir bajando el tono y la mirada. –Como a todos- apostilla mi conciencia mientras doy un trago corto y me quemo la lengua. Pero sé que es mentira. Que a ti siempre te eché de menos de otra forma.
-Te veo bien- intentas mantener la conversación sin tocar las minas que ya ni recuerdas bien donde están.
-Gané peso.- te informo tratando de no sonar demasiado orgullosa y callando la explicación,. No necesitas saber que él se ocupa de que coma. 
-¿Sigues en boxeo?- preguntas sin poder evitar pasar los ojos por mis labios que, como siempre, están curándose de la última vez que explotaron.
-Me tomé unos meses para recuperarme-murmuro mordiéndome instintivamente la carne aun tierna del labio inferior.
Alzas las cejas con  preguntas en los ojos y tiro de la camisa hacia abajo para disipar alguna de ellas.
-¿Recuperarte?- verbalizas con voz temblorosa.
-Fue una falsa alarma pero mi cerebro me jugó una mala pasada y aún tengo que reconstruirme- respondo con excesiva ambigüedad acariciando instintivamente mi vientre.
-No lo sabía...- farfullas llevándote el botellín de cerveza a los labios.
-Nadie lo sabía- me apresuro a explicar.- A nadie le importaba en realidad. Tú estabas lejos...con ella, ¿por qué iba a importarte?- trato de no caer en nuestra dinámica de reproches, pero me encojo en el asiento visiblemente a la defensiva.
-Tienes razón- reconoces con esfuerzo- Aunque tú siempre importas.- añades titubeante.
Que mal se nos ha dado siempre esto. Mi necesidad de oír las cosas en voz alta y tu manía de darlas por sabidas nos han hecho más daño que todos los inexistentes motivos que has buscado para alejarte a lo largo de estos años.
-¿Por qué ahora?- me atrevo a preguntar-¿Se ha ido?
Pones cara de que acabe de darte un bofetón pero sin la sonrisa de después.
-Sí, pero no es eso...- te apresuras a defenderte.- Sabes que no soy capaz de alejarme tanto tiempo...
-El imán- intento sonreír mirándote con dulzura.
No hemos venido a discutir.
Esto no es una guerra.
Hace mucho que no.
-Sé que es absurdo, pero nunca nos hemos regido demasiado por el sentido.- dices con un intento de sonrisa igual de fallido que el mío.
-Es esa parte de ti que cree que al final acabaremos juntos y que por eso tampoco es necesario que permanezcas a mi lado. Que el imán acabará poniendo todo en su sitio. Mientras esperas, intentas aspirar a más y cada vez que te chocas contra la realidad vuelves para asegurarte de que sigo aquí.-te expongo con calma parándome para beber.- Esa misma parte que hace que te entre miedo cuando por casualidad te enteras de que el otro lado de mi cama está ocupado.
 -Ojalá pudiera desmentir tus palabras respaldándome en hechos- te limitas a decir.
Buscas mi mano sobre la mesa y yo te la agarro distraídamente dejándome acariciar mientras miro por el cristal de la cafetería.
-Puedes estar tranquilo. – Se me escapa un murmullo.- Seguramente él tampoco tenga intención de regalarme un anillo.
-¿Le quieres? – increpas acercando nuestras manos a ti.
-Yo siempre les quiero- aprieto tu mano antes de soltarla-Pero como si eso importara.
Reconozco en tus ojos el dolor que te causa mi pesadumbre.
-No te preocupes, sabes que no son cosas graves, que mi carácter siempre ha sido lánguido- trato de animarte.
Acercas tu silla a la mía para acariciarme la mejilla.
-Lo siento- murmuras
-Este no era el plan, lo sé- me concentro en no estallar en llanto.
-¿Sabes que te quiero? ¿Verdad?- vuelves a repetir.
Te miro con ternura y esta vez soy yo quien acaricia tu rostro.
-El problema aquí nunca ha estado en lo que yo sé, si no en lo que tú llevas 10 años tratando de entender.
Cierras los ojos, tembloroso. Si fueras valiente este es el momento en el que llorarías. 
La voz de Joaquín envuelve la escena a modo de incorrecta banda sonora.
-¿Pagamos?- pregunto sin descolgar.
Asientes. Nos levantamos y cada uno paga su consumición. Caminamos hasta tu parada con el silencio instalado entre los dos.

El momento ha vuelto a pasar.
Mi móvil vuelve a sonar.
Quizá dentro de otros 10 años.
Probablemente no. 

jueves, 10 de mayo de 2018

Desde que te fuiste...


Cuantos más años pasan menos claro tengo si Aeryn llegó a existir alguna vez.
Los recuerdos se han ido mezclando con la vida que me he ido imaginando que tendríamos si no se hubiera marchado. Y a veces, cuando dejo que el whisky llene el vacío de su ausencia, los límites de lo que vivimos aquel invierno en Venecia, se mezclan con la visita a París que comencé a preparar un día antes de su partida.
En ocasiones he llegado a agradecer su temprana desaparición. Soy un completo estúpido, y si me hubiera ofrecido toda la vida para decepcionarla quizá todos estos bellos recuerdos en los que vivo habrían llegado a ser corrompidos.  Y me gusta vivir en ellos tal y como los he ido esculpiendo con el paso del tiempo.
Me gusta invocar la imagen tierna de Aeryn recitándome a Bécquer, con la cabeza recostada en mi regazo mientras mi espalda reposaba en el tronco de aquél árbol. Su voz ha ido desdibujándose y cada vez necesito concentrarme más para emular su timbre aterciopelado, pero he aprendido a disfrutar su forma de mover los labios y el brillo de sus ojos cuando algo le tocaba el alma.
Cuando las noches son especialmente duras viene a mi cabeza Aeryn bajándose lentamente las medias mientras yo sigo los movimientos descendientes de sus manos con la mirada. Su risa fresca es paradójicamente el agua del que bebo y la llama que enciende todos mis deseos. Y entonces sueño que le hago el amor una vez más, a veces con la ternura de un rencuentro, otras con la rabia de no tenerla entre mis brazos. En ambos casos acabo llorando hasta quedarme dormido abrazando a su fantasma.


jueves, 8 de diciembre de 2016

Prólogo de las memorias de una musa.

Perdí la cuenta hace tiempo del número de poetas que tuvo entre sus piernas. Nunca tengo el valor para preguntarle cuantos besos le costó cada poema que le dedicaron, ni para poner en duda que esos versos iban dedicados a sus sábanas.
Me consta que su primer novio publicó su segundo best seller hace tres meses y aunque ella haga oídos sordos a los rumores, se que sabe como todos, que la protagonista de esas novelas usa la misma marca de bragas que ella y lloran ambas los mismos jueves. 
Sus últimos tres novios eran fotógrafos, cuyas cámaras no fue lo único que sedujo. Las malas lenguas, esas que tanto le gusta saborear, van diciendo que se ha hecho un catálogo de sus propias cicatrices con las polaroids que le sacaban, y apostaría el dinero que suelo emplear en cerveza que una vez reconocí el lunar de su cadera en el Julio de un calendario.
Me contaron el mes pasado que la vieron tonteando con un pintor en el cocktail de inauguración de la galería que hay dos calles de su facultad, pero sólo se que un número desconocido la llama de vez en cuando y que al otro lado una voz ronca de hombre se refiere siempre a ella como Venus.
Eso, y que un día fui yo quien la pilló en el baño follando con aquel cantautor que tenía el doble de años que ella y la mitad de ganas de vivir.

Siempre me fascinó su comportamiento, no sabía si era una forma excesivamente fuerte de vivir el arte, o una búsqueda de compresión mediante el buceo en almas supuestamente tan atormentadas como la suya. Llegué a plantearme si era el arte quién la atraía a ella o era al revés, si siempre había querido ser musa o es que su cuerpo convertía en artista a todo el que lo besada.

Al fin, un día tras dos gintonics me armé de valor y le pregunté el por qué de esa filia con los artistas y ella, tras una sonrisa cómplice, se quitó la careta y me confesó en un susurro que su única meta en la vida era la inmortalidad.