jueves, 8 de diciembre de 2016

Prólogo de las memorias de una musa.

Perdí la cuenta hace tiempo del número de poetas que tuvo entre sus piernas. Nunca tengo el valor para preguntarle cuantos besos le costó cada poema que le dedicaron, ni para poner en duda que esos versos iban dedicados a sus sábanas.
Me consta que su primer novio publicó su segundo best seller hace tres meses y aunque ella haga oídos sordos a los rumores, se que sabe como todos, que la protagonista de esas novelas usa la misma marca de bragas que ella y lloran ambas los mismos jueves. 
Sus últimos tres novios eran fotógrafos, cuyas cámaras no fue lo único que sedujo. Las malas lenguas, esas que tanto le gusta saborear, van diciendo que se ha hecho un catálogo de sus propias cicatrices con las polaroids que le sacaban, y apostaría el dinero que suelo emplear en cerveza que una vez reconocí el lunar de su cadera en el Julio de un calendario.
Me contaron el mes pasado que la vieron tonteando con un pintor en el cocktail de inauguración de la galería que hay dos calles de su facultad, pero sólo se que un número desconocido la llama de vez en cuando y que al otro lado una voz ronca de hombre se refiere siempre a ella como Venus.
Eso, y que un día fui yo quien la pilló en el baño follando con aquel cantautor que tenía el doble de años que ella y la mitad de ganas de vivir.

Siempre me fascinó su comportamiento, no sabía si era una forma excesivamente fuerte de vivir el arte, o una búsqueda de compresión mediante el buceo en almas supuestamente tan atormentadas como la suya. Llegué a plantearme si era el arte quién la atraía a ella o era al revés, si siempre había querido ser musa o es que su cuerpo convertía en artista a todo el que lo besada.

Al fin, un día tras dos gintonics me armé de valor y le pregunté el por qué de esa filia con los artistas y ella, tras una sonrisa cómplice, se quitó la careta y me confesó en un susurro que su única meta en la vida era la inmortalidad.